A finales de los años noventa del siglo pasado, solía debatir con mi amigo Pierre Kaziri sobre el “carpe diem”, la posmodernidad según el filósofo italiano Gianni Vattimo y el fin de la historia propuesto por el estadounidense Francis Fukuyama. Éramos entonces universitarios en la eternamente bella Salamanca. “Vivir y dejar vivir” parecía ser el lema reivindicativo de algunos compañeros. La principal preocupación de muchos jóvenes era: “¿Con quién salgo de marcha o de botellón este fin de semana?”. Ni siquiera se interesaban por hacer el amor. Beber toda la noche y dormir todo el día era su única aspiración. El resto de los acontecimientos, simplemente, “se la sudaba”.
Nuestros compañeros no se identificaban con Prometeo, aquel que robó el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres. “¿Qué saco yo de esta mierda?” y “¿para cuándo lo mío?” eran sus respuestas ante cualquier propuesta altruista. En los noventa, muchos jóvenes occidentales vivían como si ya no existieran grandes causas que merecieran su entrega. Primero yo, después yo, y por último, yo. Este individualismo radical sigue minando, incluso hoy, a los pueblos menos contaminados por la globalización del individualismo. Hablamos, pues, de la generación posmoderna.
Diversos estudios filosóficos coinciden en una misma conclusión: el hombre posmoderno se burla de Sísifo, aquel condenado por los dioses a empujar eternamente una roca cuesta arriba, solo para verla caer una y otra vez. Así se sentía el europeo de la posguerra: reconstruyendo su casa, su vida y su patria, hasta que algún iluminado de turno lo reducía todo a escombros. Tal vez por eso los posmodernos no juegan a la guerra: no tienen grandes relatos que justifiquen semejante entrega crística. “Que los dioses se queden con su puto fuego, y si Sísifo quiere, que cargue solo con su maldita piedra”.
El posmoderno quiere vivir como el bueno de Narciso: encarnación de la juventud, la felicidad inmediata, la vida a tope. “¿Para qué soñar con futuros vanos y asumir esfuerzos que acabarán en fracasos?”. Dejemos la piedra donde está. Dejemos el fuego a los dioses, que tal vez -con un poco de suerte- se quemen y nos dejen vivir en paz.
Ideas principales de la postmodernidad
El drama de las sociedades occidentales es que la muerte de Dios precipitó la asfixia mortal de la Razón, desapareciendo completamente cualquier referencia fundante que fuera incuestionable y permitiera el equilibrio personal y social. Hoy por hoy vivimos en un mundo fragmentado, arrastrados por las novedades tecnológicas que nacen con fecha de caducidad. Nuestro saludo obligatorio es “¿qué hay de nuevo hoy, viejo?”. Nuestro leitmotiv es que “lo que no caduca no nos interesa”. Es la era de los Smartphone y mensajería instantánea, la era de reflexionar después de actuar. Pareciera que pensar con rigor es un trabajo aburrido propio de los cobardes. Los valientes no piensan ni actúan: sólo sienten el momento presente.
La posmodernidad no es una época que se halle después de la modernidad como etapa de la historia. No es un tiempo cronológico ni de la historia ni del pensamiento. Es una condición humana determinada, una filosofía de vida y de estar ante la vida. François Lyotard explica la postmodernidad como “una emancipación de la razón y de la libertad de la influencia ejercida por los grandes relatos, los cuales siendo totalitarios, resultaban nocivos para el ser humano porque buscaban una homogeneización que elimina toda diversidad y pluralidad”.
La postmodernidad decretó la muerte de los grandes relatos. Todo empezó con el toque romántico del mayo 68. Más tarde, distintos pensadores empezaron a teorizar sobre los cambios sociales en Occidente. Lyotard certificó la muerte de los grandes relatos en “La condición postmoderna”. Según él, todos los grandes relatos se revelaron como proyectos fallidos y perdieron su credibilidad debido a que ninguno de ellos consiguió cumplir lo que prometía. No le falta razón. Falló el relato cristiano que prometía la salvación a través de la redención divina. Falló el relato ilustrado de la emancipación a través de la luz de la razón y de la educación de las masas. Falló el relato liberal-burgués basado en el progreso indefinido de la ciencia y de la técnica. Falló el relato marxista de la abolición de la injusticia a través de la socialización de los medios de producción. Así pues, la postmodernidad no hace más que certificar el fracaso estrepitoso de la utopía de todos los grandes relatos. Adolfo Vásquez Rocca escribe que “el hombre postmoderno no cree ya los metarrelatos, el hombre postmoderno no dirige la totalidad de su vida conforme a un solo relato, porque la existencia humana se ha vuelto tan enormemente compleja que cada región existencial del ser humano tiene que ser justificada por un relato propio, por lo que los pensadores postmodernos llaman microrrelatos”.
La Postmodernidad es la era del neocapitalismo. El ideólogo neoliberal, Francis Fukuyama, aprovechó la muerte de los grandes relatos para decretar el fin de la historia como conflictividad, como gran relato de sucesos que enfrentan a unos hombres con otros, a unos grupos sociales con otros. Presentó el sistema de libre mercado y de la democracia liberal como únicas formas posibles de organización de la convivencia humana ante la ausencia de mejores alternativas a la vista. Pensó que sólo el capitalismo iba a ser capaz de cumplir la utopía soñada: un mundo rebosante de bienes materiales para una humanidad cada vez más numerosa y cada vez más proclive a consumir todo cuanto esté a su alcance. A pesar de la actual crisis económica, los hijos de la postmodernidad afirman orgullosamente que nunca antes el mundo había disfrutado de niveles de bienestar tan altos (aunque las desigualdades sociales nunca habían sido tan escandalosas).
La posmodernidad es la época de la simulación. Jean Baudrillard diferencia “simular” y “disimular”. Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Quien disimula, intenta pasar desaparecido. Pero quien simula, aparenta ser quien no es, poseer lo que no tiene. Busca crear una imagen de algo inexistente. En este contexto de la simulación, parece lógico que desaparezcan las grandes figuras carismáticas y surjan infinidad de pequeños ídolos (los famosos) que duran hasta que surge algo más novedoso y más atractivo.
Adolfo Vásquez Rocca afirma que “la postmodernidad es aquel momento en que las dicotomías se difuminan y lo apócrifo se asimila con lo oficial”. El desmoronamiento de las creencias religiosas y la irrelevancia de las ideologías tradicionales en la vida de los ciudadanos occidentales han provocado la construcción de una sociedad del “así y también asá”, del “esto vale y aquello también”, del culto a las ambivalencias. Muchos asumieron que si Dios no existía todo estaba permitido, y tarde se dieron cuenta que habían perdido el norte y que no les quedaba más remedio que someterse al más fuerte que irónicamente suple la ausencia de Dios. Es lo que llamamos la fragmentación de Dios en pequeños dioses que van turnando en las plazas públicas para enseñarnos el camino y de paso, trincar lo económicamente trincable.
Conclusiones simplificadas sobre la postmodernidad
Si nuestra sociedad fuera perfecta, personalmente apreciaría el romanticismo de la corriente postmoderna. Me parecería interesante vivir al día como un gorrión, sin hipotecar mi presente y disfrutando de un “orgasmo breve pero intensamente satisfactorio”. Tal vez por eso las aspiraciones del postmoderno se reducen al “me gustaría”.
1. El postmoderno envidia la vida del gorrión
La vida de un gorrión es la de un ser pegado a una rama cualquiera, en una calle cualquiera, preocupado simplemente por ir tirando con las migajas de pan o las semillas que han caído al suelo, no se sabe cómo ni cuándo. Es una vida cutre, sí, pero real y concreta. El ideal postmoderno se reduce a alcanzar el orgasmo. Más allá del orgasmo no hay más que ataduras: triquiñuelas sociales que nos condenan a la eternidad.
2. El postmoderno quisiera ser eternamente menor de edad
Los analistas del comportamiento humano coinciden: la posmodernidad ha engendrado un mundo de sujetos anónimos, asociales, apáticos, acríticos e indiferentes, que delegan sus responsabilidades sociales y políticas en los expertos -técnicos, políticos profesionales, el FMI, el Banco Mundial, las agencias de calificación, las diputaciones, etc-. El rasgo principal de estos sujetos es la infantilización generalizada: la eterna permanencia en la minoría de edad mental. Nacer en casa paterna, crecer en casa paterna y morir en casa paterna.
3. El postmoderno pertenece a la “generación del depende”
Como no hay matrimonios eternos, ningún compromiso puede ser absoluto. Todo debe ser estrictamente contextual: “Yo, aquí y ahora, digo esto y me comprometo a esto”. La subjetividad es la única guía; la fragmentariedad, el único criterio; la provisionalidad, el método de trabajo. Si la verdad no existe, los hechos tampoco. Todo es verdad, todo es falso: depende del contexto. Todo lo que podemos afirmar no son más que interpretaciones. Todo es lenguaje. No hay criterios únicos de validez; todo depende del momento y del lugar.
4. El postmoderno pertenece a la generación del “no me toques, no te toco, vivamos en paz”
Sueña con la coexistencia pacífica de estilos, entre la tradición y la modernidad, entre lo local y lo global. El posmodernismo es el relajamiento de las ideologías duras, que ya no tienen cabida en nuestro día a día. “Si quieres ir a la guerra, manda a tu puta madre”, escribió alguien en un pupitre universitario durante la segunda guerra del Golfo. (“El primer golfo fue el padre”, me comentó un manifestante del “No a la guerra” en Madrid). El postmoderno es un individuo flotante y tolerante, que pasa la mayor parte de su vida en la confluencia de múltiples identidades. Si eres negro, disfruta de tu color de piel. Si eres blanco, también. No te avergüences ni te enorgullezcas por algo que no elegiste. Y si lo elegiste y te resulta una carga, déjalo en la siguiente estación. Procura disfrutar de lo que ya tienes, aquí y ahora.
Observaciones personales sobre la postmodernidad
De todo lo analizado sobre la posmodernidad, constato lo siguiente:
Que las sociedades tradicionales descansaban sobre un centro simbólico único -Dios o las ideologías- que garantizaba su identidad y cohesión, impidiendo su desintegración.
Que la expulsión de Dios de las plazas públicas ha provocado el desprecio hacia los grandes relatos.
Que las esperanzas de que la razón ocupara el vacío dejado por Dios fueron efímeras.
Y que, finalmente, estamos asistiendo a la frustración de muchos que creyeron que la estabilidad económica prometía cielos nuevos y tierras nuevas.
Por tanto, está claro que si no existe ninguna referencia fundante incuestionable, si las ideologías se han vuelto irrelevantes, el dinamismo de una sociedad queda en manos del primero que se acerque a las grietas sociales para romperlas en pedazos.
La filosofía posmoderna, abanderada últimamente por el italiano Gianni Vattimo, defiende “vivir sin justificaciones” en esta “tercera ola” en la que, según sus defensores, solo hay dos opciones: adaptarse o morir. A esta corriente la llaman “pensamiento débil”, y abogan por acomodarse a las circunstancias sin pretender transformarlas. “Pensamiento débil significa que la racionalidad cede terreno y retrocede a la zona de sombra”, remarca Vattimo.
A mi modo de ver, en las últimas décadas algunos pensadores occidentales han estado flirteando con la atractiva idea de vivir y dejar vivir, el carpe diem, el pasar de todo, el sexo sin amor, el whisky sin soda, el hacer el amor y no la guerra, el rechazo de los grandes relatos, el fin de la historia, vivir en el new age sin ninguna referencia a realidades absolutas que sirvan de pilares angulares. Y esta propuesta, con todos mis respetos, me parece peligrosa para las mentes no suficientemente formadas en las trampas dialécticas.
Pretender “vivir sin justificaciones” es una trampa mortal. Pretender crear “claridades imposibles” no aporta nada a la humanidad. A mi juicio, la filosofía posmoderna ofrece morfina a un acatarrado para poder amputarle las piernas. Pretende adormecer las conciencias mientras potencia la esclavitud.
Algunos sostienen que predicar el “pensamiento débil” es propio de ambientes de derecha, que prefieren prometer -al explotado- cielos nuevos y tierras nuevas después de su muerte. Esto sería discutible si aún existieran los grandes ideales. Hoy día, sindicato y patronal almuerzan en la misma mesa y se emborrachan en los mismos bares. Ya no resulta fácil distinguir quién es de derecha y quién de izquierda, porque el mercado ha globalizado incluso los vicios.
Y si eso no fuera suficiente, llega Vattimo y sus acólitos para aconsejarnos el “pensamiento débil”, que no es más que la debilidad del pensamiento. O como escribió Antón Baamonde, un simple “pensamiento trágico”. Claro que es trágico vivir sin dirigirse a ninguna parte. “La filosofía no puede ni debe enseñar a dónde nos dirigimos, sino a vivir en la condición de quien no se dirige a ninguna parte”. Pero siempre hay un espabilado que aprovecha la confusión para enseñarnos el camino que más le conviene (y de paso, trincar todo lo trincable). Como repetía Alfonso López Quintás: “Si el pueblo no tiene conciencia, vamos a darle conciencia”.
Bibliografía sobre la postmodernidad
Uno de los últimos trabajos sobre la postmodernidad que me parece interesante es del profesor Adolfo Vásquez Rocca: “La Postmodernidad. Nuevo régimen de verdad, violencia metafísica y fin de los metarrelatos” en Nómadas. Revista crítica de ciencias sociales y jurídicas, 29 (20011.1).
ANDERSON, Perry, Los orígenes de la posmodernidad. Anagrama. Madrid, 2000.
JAMESON, Fredric. Teoría de la posmodernidad. Madrid: Trotta, 1996.
JAMESON, Fredric : El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Paidós, 1991.
LIPOVETSKY, Gilles. La era del vacío. Barcelona, Anagrama: 1986.
LYOTARD, Jean-François. La Condition Postmoderne. Paris: Minuit, 1979
LYON, David (1996). Postmodernidad. Madrid: Alianza.
LYOTARD, Jean-François (1995). La posmodernidad (explicada a los niños) Barcelona: Gedisa.
VATTIMO, Gianni (1994). La sociedad transparente. Barcelona: Paidós.