Con el mito de Sísifo trataremos de ver cómo caminar con alguien consciente de que toda su vida ha sido un fracaso y que todo lo que hace no tiene sentido. Es necesario evitar entrar en un callejón sin salidas, pero sabemos que hay quienes acaban entrando en ese callejón y se quedan atrapados en su propia historia, lejos de las grandes avenidas donde las idas y venidas de los demás parecen estimular el propio viaje. Creo que el mito de Sísifo es un buen relato que puede ofrecernos pautas para mantenernos firmes dentro de la absurdez de la vida.
El mito de Sísifo habla de un trabajo inútil y sin esperanza
Según el mito de Sísifo, Sísifo fue condenado por los dioses a empujar eternamente una roca hasta lo alto de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Ellos habían pensado, con cierta razón, que “no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza” (cfr. Albert Camus, El mito de Sísifo). Albert Camus recoge varias versiones sobre los motivos que llevaron a Sísifo a ser “el trabajador inútil de los infiernos”: para algunos autores, Sísifo reveló los secretos de los dioses. Para otros, encadenó la muerte y esto disgustó mucho a Plutón. Otros autores afirman que Sísifo, en trance de muerte, quiso poner imprudentemente a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo insepulto en la plaza pública. Sísifo acabó en los infiernos por no haber recibido buena sepultura, y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, consiguió permiso de Plutón para regresar a la tierra con el objetivo de castigar a su mujer. Pero cuando volvió a ver el maravilloso rostro de este mundo no quiso regresar a las sombras infernales y fue necesario un decreto de los dioses que le devolvió por fuerza a los infiernos donde su roca estaba ya preparada. Su castigo fue dedicarse a subir una piedra hasta lo alto de la montaña repetidamente porque cuando la piedra llega a la cima se precipita hacia abajo. Esta condena es “un suplicio indecible en el cual todo el ser se dedica a no rematar nada”. Aunque lleva una existencia rutinaria cargada de vértigo, náusea y absurdez, Sísifo no se plantea tirar la toalla: “cuando abandona las cimas y se hunde poco a poco hacia las guaridas de los dioses, Sísifo es superior a su destino. Es más fuerte que su roca”. Se siente capaz de cumplir serenamente su castigo.
Albert Camus comienza su razonamiento afirmando que “juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía”. Casi siempre que solicito una impresión personal acerca de esta afirmación, quienes se encuentran en mi círculo de relaciones reaccionan con rechazo diciendo que no están de acuerdo porque la vida es maravillosa y siempre merece ser vivida. Cuando profundizamos más en nuestra conversación vemos que en ningún momento ellos se han interrogado serenamente sobre el sentido de la vida. Les recuerdo la posibilidad y la crudeza de la muerte. Coincidimos con la sabiduría popular que dice que los muertos descansan en paz. Aceptamos que el mero hecho de contemplar la posibilidad de la muerte como un descanso eterno redimensiona el sentido de la vida: el que asiste serenamente al moribundo le cierra los ojos mientras susurra el “descanse en paz”. La muerte, es decir, el descansar en paz se convierte en un deseo, una oración, un consuelo. Pero no deja de ser frustrante que no podamos oír y agradecer los mejores deseos de nuestros seres queridos. Cuando los vivos sueltan el “descanse en paz” se rebelan conscientemente o inconscientemente contra la vida terrenal y ponen toda su esperanza en la muerte. Tal vez por eso los cristianos profesamos que la muerte es redentora. Posiblemente sea la mejor forma que tenemos para reconocer la fragilidad de esta vida caduca.
El mito de Sísifo nos habla de un ser humano que busca el sentido de su vida que el mundo rara vez le ofrece
De las conversaciones con mis allegados puedo concluir que cuando alguien se plantea el sentido de su vida inicia un camino que la mayoría de las veces no es un camino de rosas. El ser humano busca el sentido de su vida que el mundo rara vez le ofrece. Un número considerable de personas que se interrogan sobre el sentido de la vida acaban decepcionadas. Descubren que una vida condenada al fracaso difícilmente puede tener un sentido positivo. Vivir se convierte entonces en caminar conscientemente hacia un descanso eterno. Ciertamente, debemos ser conscientes de la caducidad de nuestra existencia y aceptar el juego de la vida y no retirarnos si no es necesariamente imprescindible porque “las verdades aplastantes desaparecen al ser reconocidas”. Los seres conscientes sabemos que no hay que suicidarse aunque la vida no tenga sentido. No vivimos tristes porque sabemos lo que hay y no esperamos nada: “los tristes tienen dos razones para estarlo, ignoran o esperan”.
¡Hay días en que realmente uno no siente ganas de vivir!
Vivir conscientemente no es nada fácil. Una simple mirada a la realidad de nuestro entorno nos confirma que hay muchos problemas en el mundo y a la mayoría de los ciudadanos nos duele y nos afecta el mal de nuestros vecinos. Es cierto que el mal de muchos puede ser consuelo para algunos, pero las mentes sensibles se interrogan continuamente por la marcha de nuestro universo que no es, para nada, esperanzadora.
A través de nuestras relaciones cotidianas y a través de los medios de comunicación somos testigos de las distintas agresiones que a lo largo del día sufrimos y sufren nuestros entornos. Se nos encoge el corazón cuando recordamos los distintos acontecimientos que han hecho tambalear los cimientos de la humanidad. Podemos citar solo algunos hechos: el holocausto judío en la segunda guerra mundial, el genocidio de ruandeses en África en los años noventa, el calvario de judíos y palestinos en Oriente Próximo, el dolor de los iraquíes y afganos, acontecimientos apocalípticos como el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos o los atentados masivos en los trenes de Madrid el 11 de mayo de 2004, terremotos que devastan pueblos enteros en América Latina o inundaciones que ahogan las ganas de vivir en Asia, la pandemia del Covid 19 o la actual invasión de Ucrania. Todos estos acontecimientos y los que cada uno puede recordar reflejan que la humanidad camina en la fragilidad. Vivimos una incesante inseguridad a nivel global que muchas veces se refleja a través de la agresión a la naturaleza y sus consecuencias, amenazas de epidemias y pandemias, la inestabilidad económica, la violencia legal de los estados y las distintas actividades terroristas. Es muy difícil no dejarse contagiar por la ansiedad masiva provocada por la enfermedad de ébola. ¡Hay días en que realmente uno no siente ganas de vivir! No cesan de llamar a nuestras puertas las frustraciones provocadas por las rupturas sentimentales, los conflictos de familiares o de amigos, las ilusiones que no se cumplen o las enfermedades que nos dejan tocados. El ajetreo del día a día y la conflictividad existencial nos recuerdan que la vida es dura en el sentido de su carácter intrínsecamente vulnerable. Sería ilógico negar que caminamos en la fragilidad.
Hay quienes no soportan la crudeza de la realidad y buscan refugio en los tranquilizantes y otros tipos de sustancias que disminuyen la alerta consciente ante la realidad. Si no se trata de un capricho, habría que ser compasivo con ellos. Los enfermos con mucho dolor sienten alivio con una dosis de morfina; los trabajadores necesitan un momento de ocio para desconectar; los tristes se relajan compartiendo un vaso de vino con sus amigos. Todos tenemos derecho a un momento de placidez. Pero la tragedia comienza cuando uno se hace consciente de que el alivio no lo es todo, que el ocio no es el objetivo, que la compañía es temporal. Entonces mira en frente con serenidad y cabeza bien alta. Orgulloso de su vida, espera la hora de la verdad, el último trago de la vida.
A través de nuestras relaciones cotidianas y a través de los medios de comunicación somos testigos de las distintas agresiones que a lo largo del día sufrimos y sufren nuestros entornos. Se nos encoge el corazón cuando recordamos los distintos acontecimientos que han hecho tambalear los cimientos de la humanidad. Podemos citar solo algunos hechos: el holocausto judío en la segunda guerra mundial, el genocidio de ruandeses en África en los años noventa, el calvario de judíos y palestinos en Oriente Próximo, el dolor de los iraquíes y afganos, acontecimientos apocalípticos como el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos o los atentados masivos en los trenes de Madrid el 11 de mayo de 2004, terremotos que devastan pueblos enteros en América Latina o inundaciones que ahogan las ganas de vivir en Asia, la pandemia del Covid 19 o la actual invasión de Ucrania. Todos estos acontecimientos y los que cada uno puede recordar reflejan que la humanidad camina en la fragilidad. Vivimos una incesante inseguridad a nivel global que muchas veces se refleja a través de la agresión a la naturaleza y sus consecuencias, amenazas de epidemias y pandemias, la inestabilidad económica, la violencia legal de los estados y las distintas actividades terroristas. Es muy difícil no dejarse contagiar por la ansiedad masiva provocada por la enfermedad de ébola. ¡Hay días en que realmente uno no siente ganas de vivir! No cesan de llamar a nuestras puertas las frustraciones provocadas por las rupturas sentimentales, los conflictos de familiares o de amigos, las ilusiones que no se cumplen o las enfermedades que nos dejan tocados. El ajetreo del día a día y la conflictividad existencial nos recuerdan que la vida es dura en el sentido de su carácter intrínsecamente vulnerable. Sería ilógico negar que caminamos en la fragilidad.
Hay quienes no soportan la crudeza de la realidad y buscan refugio en los tranquilizantes y otros tipos de sustancias que disminuyen la alerta consciente ante la realidad. Si no se trata de un capricho, habría que ser compasivo con ellos. Los enfermos con mucho dolor sienten alivio con una dosis de morfina; los trabajadores necesitan un momento de ocio para desconectar; los tristes se relajan compartiendo un vaso de vino con sus amigos. Todos tenemos derecho a un momento de placidez. Pero la tragedia comienza cuando uno se hace consciente de que el alivio no lo es todo, que el ocio no es el objetivo, que la compañía es temporal. Entonces mira en frente con serenidad y cabeza bien alta. Orgulloso de su vida, espera la hora de la verdad, el último trago de la vida.
Los seres vivos pueden morir, y de hecho mueren
Podemos asumir la vida que nos ha tocado y vivirlas sin más protesta que una simple resignación como hace Sísifo, o podemos vivir la misma en una eterna agonía de quejas e insatisfacción profunda que continuamente molestan a nuestros compañeros de viaje. Optar por uno o por otro estilo de vida es una cuestión personal de consecuencias que deberían ser también personales. Si uno elige vivir apoyándose en algunas sustancias debe ser responsable de sus actos y no mirar de reojo a la sociedad que sigue luchando continuamente para no sucumbir a la tristeza vital. Oigo a compañeros afirmando que “todos tenemos problemas” y que debemos ser conscientes de ello para no considerarnos especialmente visitados por una supuesta maldición personal: “¿por qué a mí y no a otros?”, suelen preguntarse algunos. No me parece grave un desahogo en este sentido. Pero no hay que olvidar que todos tenemos nuestros quehaceres, nuestras ilusiones, nuestras frustraciones, nuestro dolor, nuestros miedos y nuestras batallas cotidianas que van consumiendo nuestras energías vitales. Recordemos que los seres vivos pueden morir, y de hecho mueren. Cuando se agoten nuestros recursos energéticos, tendremos que ser capaces de entregar nuestras armas y proclamar serenamente que “hasta aquí hemos llegado”.
No podemos vivir ignorando que un día moriremos
Somos seres finitos en un tiempo limitado. Obviar este principio puede conducirnos a equívocos de consecuencias inimaginables. No podemos vivir ignorando que un día moriremos. No tenemos posibilidad de participar en nuestro nacimiento, pero podemos preparar conscientemente la carretera que nos lleva al final de nuestros días. Al fin y al cabo, la muerte es un proceso: vivir y morir van de la mano desde que nos hacemos conscientes de nuestra realidad existencial. De hecho lo que nos motiva para vivir puede motivarnos también para morir: “lo que llamamos una razón para vivir es al mismo tiempo una excelente razón para morir”. Esta idea la solemos expresar popularmente diciendo que moriríamos por nuestros seres queridos. En el Antiguo Testamento, los profetas sacrificaban sus vidas en pro de su pueblo. Para los cristianos, Jesús murió para que otros vivieran mejor. El lector habrá notado la diferencia entre matar o matarse para matar con la esperanza de que otros vivan mejor (por ejemplo en el caso de los kamikazes o de los terroristas suicidas), y morir voluntariamente para que otros vivan mejor como en el caso de Jesús o de algunos mártires cristianos. En la España del siglo XIII había cristianos que cambiaban sus vidas por la de los cautivos que se encontraban muy vulnerables tanto al nivel biológico como al nivel espiritual en manos de los musulmanes árabes. Conocemos casos de secuestros en los que el negociador se intercambia por rehenes con la intención de salvarlos. Hay muchas personas que conscientemente ponen sus vidas al borde de la muerte (y a veces mueren) para salvar la vida de los demás. Quienes viven o mueren para que otros vivan mejor es porque paradójicamente tienen razones sólidas tanto para vivir como para morir.
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