domingo, 20 de abril de 2025

Cambiar de creencias cuando las cosas no van bien


Cambiar de creencias

Una de las preguntas que sigue sin tener una respuesta cerrada es cómo podemos vivir en un mundo en constantes cambios sin que sucumbamos en sus garras. Para la mayoría de nosotros ya no hay territorios conocidos. Somos exploradores en condiciones muy difíciles. Necesitamos reactivar continuamente nuestros esfuerzos para que no se cuestione la firmeza de nuestros pasos. Estamos obligados a ser lentos en las prisas, a salir de la carretera para volver a revisar el trazado de nuestro destino, a volver a empezar para encontrar el camino correcto.


Ralentice tu tiempo

La mayoría de las personas estamos atrapadas en la cultura del consumo. Queremos hacerlo todo, tener éxito y conseguir la felicidad antes de morir. Esta situación provoca, según Carl Honoré (L’éloge de la lenteur (Poche 2021), de Carl Honoré | Marabout), «un constante desajuste entre lo que esperamos de la vida y lo que conseguimos, un desajuste que alimenta la sensación de que nunca tenemos tiempo suficiente. En consecuencia, la tentación de ir más deprisa, a contrarreloj, pasa a ser irresistible. Nos hemos vuelto adictos a la actividad» (Retrouver sa tortue intérieure – L’Express (lexpress.fr)). El tiempo que no nos lleva el trabajo, lo entregamos generosamente al smartphone, ese objeto que duerme con nosotros, nos acompaña en la mesa, en el baño, en la cocina, en la espera del autobús. Ese objeto que nos despierta por la mañana, que echamos de menos cuando estamos al volante o haciendo el amor. El ladrón del tiempo está con nosotros.


Según Wearden, «cuando tienes la sensación de que el tiempo se detiene o se ralentiza, tu percepción, tu memoria y tus capacidades se agudizan, es decir que en menos tiempo percibes más, te escuchas a tí mismo y escuchas a los demás. Muchas veces no nos damos cuenta de la vertiginosa velocidad de nuestra vida porque seguimos inconscientemente a quienes van por delante. Vamos hacia dónde van los demás como Vicente en el refrán español (dónde va Vicente, donde va la gente). Pero tarde o temprano nos encontramos viviendo una vida que no nos corresponde, llevando cargas que no son nuestras y soñando con ilusiones que pertenecen a nuestros vecinos. Si tenemos suerte, podemos recuperar nuestra opción fundamental, aquella que hace que seamos distintos de los demás en la pista vital. Si, por lo contrario, seguimos despistados, nos encontraremos recorriendo deprisa un callejón sin salidas o un túnel con curvas, con la garantía de un fracaso inevitable.

Recuerda que creer es crear

A una máxima menos cuestionada (querer es poder) habría que añadir que creer es crear. Si bien la voluntad es el motor de nuestro poder, son las creencias las que van trazando nuestra forma de vivir, de tal forma que podemos afirmar que intentamos vivir de acuerdo con nuestras creencias. Por eso solemos decir que la fe mueve montañas.

Sabemos que hay creencias que la humanidad repugna, a pesar de contar con muchos fanáticos. Por ejemplo creer en la supremacía racial o profesar el racismo antropológico. Estas creencias tienen bastantes seguidores pero la humanidad las rechaza por ser destructoras. Si alguien que forma parte de este grupo quiere cambiar de estilo de vida, necesariamente tendrá que cambiar de creencias. Y al ser creencias de grupos sectarios que persiguen a los desertores, quien se separe de ellos tendrá que cambiar forzosamente de escenarios. Hay otras creencias, sin embargo, que, aunque no hayan colmado de plenitud a quienes las profesan, en sí mismas siguen siendo sanas, positivas y constructoras. Este tipo de creencias sanas no deben ser cambiadas sino más bien empoderadas en un escenario más productivo. Cuando hablamos de cambio de creencias nos estamos refiriendo a las creencias destructoras confesadas en intimidad. No olvidemos que las creencias sanativas son aquellas que sintonizan mejor con nuestra opción fundamental y que deben ser fomentadas.

Empodera las creencias flexibles

A mi modo de ver, si una opción fundamental está bien elegida no se quiebra con facilidad. Simplemente hay que conseguir que sea flexible, adaptable al cambio del escenario y del tiempo. Recordemos que el organismo que triunfa es aquel que se adapta fácilmente a las nuevas circunstancias. Una fe rígida no se adapta: se quiebra. Una creencia flexible se encarna en cada cultura sin perder su pureza. Los antiguos evangelizadores imponían el cristianismo como una unidad compacta que se diluía en cuanto daban libertad a sus seguidores. Los nuevos misioneros intentan que el evangelio llegue al corazón de la gente a través de la inculturación, sin violentar la cosmovisión de ningún pueblo. Aunque el debate sobre este procedimiento no está del todo cerrado, las bondades de la inculturación son incuestionables. Se trata, en el fondo, de cambiar de creencias sin violentar la base humana.

Se dice, con razón, que lo que nos repetimos de forma constante configura nuestros estados emotivos y acaba siendo realidad. Hay profesionales que afirman que lo que sentimos no depende, en gran medida, de lo que está pasando sino de lo que pensamos. Esto quiere decir que si controlamos nuestros pensamientos, controlaremos nuestra vida. Es cierto que no resulta sencillo cambiar de hábitos aprendidos, pero afortunadamente todo lo que aprendemos lo podemos desaprender también. Éste es un consuelo para mucha gente que solemos equivocarnos. Es maravilloso descubrir que el aprendizaje no excluye el desaprendizaje.

Todo aquel que haya intentando realizar algún cambio en su vida se habrá dado cuenta que normalmente es más fácil cambiar los aspectos materiales que los espirituales. Por eso a veces resulta más rentable, a corto plazo, cambiar estos aspectos físicos porque los resultados son más visibles y gratamente estimulantes. Quienes caminamos en la fragilidad tenemos que canalizar temporalmente nuestras energías en aquellas acciones que realmente están al alcance de nuestro campo de acción y que su conquista puede entusiasmarnos para seguir avanzando. Personalmente sigo pensando que muchas veces resulta más eficaz buscar soluciones parciales para sobrevivir durante un tiempo que correr tras soluciones definitivas que se alejan cada vez que damos un paso hacia adelante. Lo importante es ser conscientes de la temporalidad de nuestras soluciones parciales. Podemos caminar desde lo complejo hacia lo simple (cambiar de creencias para poder cambiar de estilo de vida), o cambiar desde lo simple hacia lo complejo (cambiar de escenario para poder reordenar las creencias). Optar por un camino o por otro dependerá de la situación real de cada uno. Lo decisivo es ser consciente de que las soluciones parciales no son definitivas y que las cosas no tienen porqué ser cómo queremos en todo momento, ni que las personas han de comportarse cómo nosotros esperamos. E necesario centrarnos el hic et nuc, en la realidad presente y tomar conciencia de que no podemos conseguir todo lo que nos proponemos por mucho empeño que pongamos. No todo es cuestión de actitud positiva ni de insistencia, pero evidentemente si no deseamos algo. no estaremos motivados para perseguirlo.

Nota final

Toda decisión estratégica coordina tres ejes: el tiempo, el espacio y las energías materiales y espirituales. El espacio es el lugar donde desarrollamos todas las acciones que llevan a dirimir cuál de las voluntades opuestas prevalecerá. Es muy importante elegir bien el espacio vital. No conviene invertir esfuerzos en campos en los que no tenemos una clara ventaja estratégica. Incluso cuando tengamos esa ventaja, hay que evaluar si realmente merece la pena gastar nuestras energías en ese proyecto y si contamos con el tiempo suficiente para ejecutarlo y rematarlo hábilmente.
Algunas personas viven como si el tiempo no tuviera su precio en el mercado vital. Se olvidan que todo lo que hacemos y somos se encuentra enmarcado en un tiempo determinado. Para algunos, desde el momento de nuestra concepción empieza la cuenta atrás: en cualquier momento puede parar nuestro reloj vital. Quienes piensan de esta forma tienden a tener sus cuentas equilibradas día a día, y son conscientes de que cada día tiene sus afanes. Procuran tener el equipaje preparado por si acaso hay que emprender un viaje imprevisto. Para otros, con el alumbramiento se abre un tiempo casi infinito hacia el futuro. Miden sus proyectos en función del futuro y de su proceso biológico. Suelen decir que tienen todo el tiempo del mundo para realizar sus sueños, y no dudan en aplazar sus decisiones y compromisos. Aunque aparentemente viven lejos de la agitación del tiempo, en su interior no sienten armonía porque no tienen sus cuentas actualizadas. A menudo se ven sorprendidos por un viaje imprevisto y son testigos de la ausencia de serenidad en su camino al tener que hacer todo a última hora.

jueves, 17 de abril de 2025

El chequeo emocional

El chequeo emocional
Siempre que alguien me pide mi punto de vista sobre una situación bastante compleja le doy un consejo básico: simplificar la situación y evitar entrar en un callejón sin salidas. Pero para poder llevar a cabo estos dos consejos es necesario realizar, muy a menudo, un chequeo emocional.

Simplificar los hechos mediante un chequeo emocional

Estoy convencido de que las situaciones simples se analizan mejor. Sostengo que el callejón sin salida suele ser el final del camino. Por eso saber que no estás atrapado en un túnel te garantiza una cierta libertad para actuar con márgenes de error sin perder la pista de salida. Y si cuentas con la complicidad de la simplicidad de los hechos, el optimismo y la esperanza se convierten en la mejor garantía para conseguir tus metas. Todo esto lo puedes conseguir mediante un chequeo emocional.

Es verdad que la mayoría de las veces uno no se da cuenta del rumbo que está tomando su sendero, sobre todo si no se para a pensar. Pero hay un truco para cortar por lo sano: si tu forma de pensar y de sentir no hace más que traerte disgustos, no necesitas ninguna iluminación para saber que tienes que emprender una nueva forma de pensar y de sentir. En cualquier caso, es aconsejable realizar un chequeo emocional de vez en cuando para ver si la velocidad que se ha alcanzado es la adecuada a sus fuerzas, al entorno y a las circunstancias. Puede ser la meditación o el yoga; puede ayudar una relajación consciente o la confesión sincera con un amigo.

El chequeo emocional en un mundo maquinizado

Realizar un chequeo emocional no resulta fácil porque en un mundo maquinizado son pocos quienes tienen tiempo para estar a solas consigo mismo. En cambio, son bastante quienes se levantan temprano, desayunan con prisa para no llegar tarde al trabajo. La costumbre no les impide estresarse con sus habituales tareas profesionales. Comen a toda velocidad para poder seguir trabajando. Cuando llega el cierre, las puertas de la empresa se convierten en la salida hacia un mundo feliz y deseado: un par de llamadas a los amigos, si hay suerte, una copa con ellos, pero siempre con la mirada puesta en el reloj. En su casa, los únicos actos conscientes son escasos. Lo normal es encender el televisor, asearse mientras se prepara la cena, cenar de prisa para no llegar tarde a la cita con el sueño porque mañana será un nuevo día. O más bien otro día más.

El chequeo emocional en la cotidianeidad

Somos muchos quienes nos vemos atrapados por la cotidianeidad, aunque seamos conscientes de que la monotonía no es aconsejable porque, como se suele decir, las carreteras más peligrosas son aquellas que no tienen curvas. No es lo mismo conducir por una carretera recta en una llanura manchega que subir un puerto de montañas con muchas curvas. Una carretera con curvas, igual que una situación crítica, exigen nuestra máxima atención. En cambio, una carretera recta, igual que una situación de aparente normalidad, invitan a bajar la guardia porque no hay peligro a la vista. Es cierto que nadie puede vivir constantemente en la liminalidad porque con el tiempo se minan sus fuerzas, pero hay que estar preparado para bordear la frontera sin caer en los surcos. Por eso el chequeo emocional es una buena estrategia para no olvidar que la mayoría de las soluciones existenciales dependen de nuestras decisiones personales.

miércoles, 9 de abril de 2025

La fragilidad de la vida

La fragilidad de la vida
La mayor parte de nuestro tiempo no estamos atentos a los acontecimientos que realmente configuran nuestra forma de pensar y de comportarnos tanto públicamente como en nuestra intimidad. Las prisas de una sociedad programada, informatizada y mecanizada hacen que seamos parte de una gran máquina que mueve ordenadamente todas sus piezas a través de un poder misterioso. Si no hay sorpresas o contratiempos, todo parece normal. Acudimos puntualmente a nuestro trabajo. Procuramos aprovechar nuestro descanso bien merecido. Arreglamos, como podemos, los baches que van surgiendo en nuestro entorno. Aceptamos que la vida es una lucha continua y vamos aplazando las preguntas más profundas que pudieran incomodarnos. Confiamos en que si hoy las cosas no van bien, mañana irán mejor. Pero conviene tener en cuenta que cada día que vivimos es un paso más hacia nuestra muerte.

Nacemos a destiempo

Todos sabemos que el ser humano es uno de los seres vivos más desvalidos entre los mamíferos superiores. Su salida del útero materno tiene lugar en un momento de inmadurez biológica. El recién nacido tiene que ser protegido por sus allegados durante un período escandalosamente más prolongado que en el caso de cualquier otro mamífero. En muchas culturas se le otorga el estatus de autonomía cuando cumple ni más ni menos que los dieciocho años de vida. Dieciocho años es mucho tiempo. Biológicamente y culturalmente nacemos a destiempo, pasando del seno materno a la matriz cultural que nos acoge y nos va introduciendo en la conflictividad vital. Durante este proceso de encarnación social nos encontramos más necesitados que el resto de los animales. Ni siquiera somos capaces de defendernos contra cualquier tipo de violencia como el hambre, el frío, el calor o la enfermedad. Un recién nacido abandonado a su suerte no sería capaz de sobrevivir mucho tiempo.

Somos animales inacabados

Juan Masía Clavel sostiene que el ser humano es un “animal inacabado” que se expone a los aspectos de maduración y de autodestrucción individual y colectivamente; a los aspectos de lucidez y de prejuicios; a los aspectos de avances y decadencias. Su nueva vida no tiene fuerza en sí misma: cuenta con la necesaria ayuda de sus progenitores porque francamente, como dice Ignacio Larrañaga, “sin desearlo él mismo, lo echaron a participar en esta carrera. No puede dejar de participar ni salir de la carrera. Saldrá de ella, no cuando él quiera, sino cuando lo saquen. Más aún: no solamente tiene que participar de una carrera no deseada; sino que tiene que hacerlo con un caballo que no es de su agrado” y esperar la muerte con resignación. Este final nos plantea muchos enigmas antropológicos: ¿qué sentido puede tener una existencia abocada a la inexistencia; una vida condenada al aniquilamiento; una unidad que avanza hacia su descomposición?

¿Somos inmortales?

Los antropólogos dualistas que separan el cuerpo del alma sostienen que el cuerpo muere y que el alma es inmortal. Los monistas, sean espirituales o materialistas, también constatan la muerte del cuerpo. Quienes consideramos que el ser humano es una unidad psicosomática, que la persona no tiene cuerpo, sino que es cuerpo, también constatamos la muerte del ser humano. Aunque nuestra experiencia no va más allá de la observación del nacer y del morir de otras personas, tenemos la seguridad de nuestra muerte. Es más: la previsión anticipadora de nuestra muerte afecta nuestro actual modo de situarnos en el mundo. La desaparición de las personas queridas nos hace vivir intensamente la muerte y concebir mejor la nuestra. Incluso para “los que parecen hijos de otro dios”, la muerte patentiza su vulnerabilidad. Lo habitual es que el combate final se lleve a cabo en soledad.

La muerte es un proceso

Muchos estudios sostienen que la muerte no es un momento, es un proceso. El proceso biológico comienza muy pronto. El organismo se va deteriorando. Una dolencia lo acelera. Una enfermedad terminal lo precipita. Albert Camus dice que “los hombres mueren y no son felices”. Las desgracias causadas por la violencia de la naturaleza (tormentas, inundaciones, terremotos, huracanes, el dolor, la vejez, la enfermedad, el Covid) nos recuerdan constantemente lo frágil, ambiguo y vulnerable que es nuestra vida. Hay una especie del proceso biológico del vivir caminando hacia el morir, y a través del morir, hacía tal vez el sobrevivir. Mientras tanto lo que nos urge es saber cómo caminar con armonía y serenidad en este mundo que nos ha tocado vivir, sabiendo que el secreto de la vida es la muerte.

Nota final

Todas las experiencias que vamos acumulando a lo largo de nuestra existencia nos avisan constantemente que vivir es caminar en la fragilidad. Cuando parece que todo va bien, una enfermedad nos amarga la fiesta. Cuando parece que todo está perdido, la suerte nos sorprende con una nueva oportunidad. No debemos dar todo por hecho porque la incertidumbre del futuro suele ser generosa.

Estamos siempre en situación y en tensión. Caminamos sobre un puente que en cualquier momento puede hundirse bajo nuestros pies. Habrá quienes prefieran pensar en el lado más alegre de la existencia y caminen como si mañana no vayan a morir. Otros tenderán a ver el cielo nublado aunque la realidad diga lo contrario. Unos y otros olvidan que la vida es un camino de fracasos y éxitos, que mientras unos celebran el nacimiento, otros empiezan el funeral.

Nacer y morir forman parte de un mismo proyecto que, al final, se podrá valorar a partir del recorrido que media entre ambos. Por eso la trama del porqué de la vida no se resuelve al nacer o al morir sino en el día a día. En este día a día es donde colocamos nuestras reflexiones. Si antes de nacer había algo o si después de morir hay alguien esperándonos son realidades que nos trascienden y que dejamos en manos de la reflexión escatológica.

miércoles, 2 de abril de 2025

El Mito de Sísifo

Con el mito de Sísifo trataremos de ver cómo caminar con alguien consciente de que toda su vida ha sido un fracaso y que todo lo que hace no tiene sentido. Es necesario evitar entrar en un callejón sin salidas, pero sabemos que hay quienes acaban entrando en ese callejón y se quedan atrapados en su propia historia, lejos de las grandes avenidas donde las idas y venidas de los demás parecen estimular el propio viaje. Creo que el mito de Sísifo es un buen relato que puede ofrecernos pautas para mantenernos firmes dentro de la absurdez de la vida.

El mito de Sísifo habla de un trabajo inútil y sin esperanza

El Mito de Sísifo
Según el mito de Sísifo, Sísifo fue condenado por los dioses a empujar eternamente una roca hasta lo alto de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Ellos habían pensado, con cierta razón, que “no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza” (cfr. Albert Camus, El mito de Sísifo). Albert Camus recoge varias versiones sobre los motivos que llevaron a Sísifo a ser “el trabajador inútil de los infiernos”: para algunos autores, Sísifo reveló los secretos de los dioses. Para otros, encadenó la muerte y esto disgustó mucho a Plutón. Otros autores afirman que Sísifo, en trance de muerte, quiso poner imprudentemente a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo insepulto en la plaza pública. Sísifo acabó en los infiernos por no haber recibido buena sepultura, y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, consiguió permiso de Plutón para regresar a la tierra con el objetivo de castigar a su mujer. Pero cuando volvió a ver el maravilloso rostro de este mundo no quiso regresar a las sombras infernales y fue necesario un decreto de los dioses que le devolvió por fuerza a los infiernos donde su roca estaba ya preparada. Su castigo fue dedicarse a subir una piedra hasta lo alto de la montaña repetidamente porque cuando la piedra llega a la cima se precipita hacia abajo. Esta condena es “un suplicio indecible en el cual todo el ser se dedica a no rematar nada”. Aunque lleva una existencia rutinaria cargada de vértigo, náusea y absurdez, Sísifo no se plantea tirar la toalla: “cuando abandona las cimas y se hunde poco a poco hacia las guaridas de los dioses, Sísifo es superior a su destino. Es más fuerte que su roca”. Se siente capaz de cumplir serenamente su castigo.
Albert Camus comienza su razonamiento afirmando que “juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía”. Casi siempre que solicito una impresión personal acerca de esta afirmación, quienes se encuentran en mi círculo de relaciones reaccionan con rechazo diciendo que no están de acuerdo porque la vida es maravillosa y siempre merece ser vivida. Cuando profundizamos más en nuestra conversación vemos que en ningún momento ellos se han interrogado serenamente sobre el sentido de la vida. Les recuerdo la posibilidad y la crudeza de la muerte. Coincidimos con la sabiduría popular que dice que los muertos descansan en paz. Aceptamos que el mero hecho de contemplar la posibilidad de la muerte como un descanso eterno redimensiona el sentido de la vida: el que asiste serenamente al moribundo le cierra los ojos mientras susurra el “descanse en paz”. La muerte, es decir, el descansar en paz se convierte en un deseo, una oración, un consuelo. Pero no deja de ser frustrante que no podamos oír y agradecer los mejores deseos de nuestros seres queridos. Cuando los vivos sueltan el “descanse en paz” se rebelan conscientemente o inconscientemente contra la vida terrenal y ponen toda su esperanza en la muerte. Tal vez por eso los cristianos profesamos que la muerte es redentora. Posiblemente sea la mejor forma que tenemos para reconocer la fragilidad de esta vida caduca.

El mito de Sísifo nos habla de un ser humano que busca el sentido de su vida que el mundo rara vez le ofrece

De las conversaciones con mis allegados puedo concluir que cuando alguien se plantea el sentido de su vida inicia un camino que la mayoría de las veces no es un camino de rosas. El ser humano busca el sentido de su vida que el mundo rara vez le ofrece. Un número considerable de personas que se interrogan sobre el sentido de la vida acaban decepcionadas. Descubren que una vida condenada al fracaso difícilmente puede tener un sentido positivo. Vivir se convierte entonces en caminar conscientemente hacia un descanso eterno. Ciertamente, debemos ser conscientes de la caducidad de nuestra existencia y aceptar el juego de la vida y no retirarnos si no es necesariamente imprescindible porque “las verdades aplastantes desaparecen al ser reconocidas”. Los seres conscientes sabemos que no hay que suicidarse aunque la vida no tenga sentido. No vivimos tristes porque sabemos lo que hay y no esperamos nada: “los tristes tienen dos razones para estarlo, ignoran o esperan”.

¡Hay días en que realmente uno no siente ganas de vivir!

Vivir conscientemente no es nada fácil. Una simple mirada a la realidad de nuestro entorno nos confirma que hay muchos problemas en el mundo y a la mayoría de los ciudadanos nos duele y nos afecta el mal de nuestros vecinos. Es cierto que el mal de muchos puede ser consuelo para algunos, pero las mentes sensibles se interrogan continuamente por la marcha de nuestro universo que no es, para nada, esperanzadora.
A través de nuestras relaciones cotidianas y a través de los medios de comunicación somos testigos de las distintas agresiones que a lo largo del día sufrimos y sufren nuestros entornos. Se nos encoge el corazón cuando recordamos los distintos acontecimientos que han hecho tambalear los cimientos de la humanidad. Podemos citar solo algunos hechos: el holocausto judío en la segunda guerra mundial, el genocidio de ruandeses en África en los años noventa, el calvario de judíos y palestinos en Oriente Próximo, el dolor de los iraquíes y afganos, acontecimientos apocalípticos como el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos o los atentados masivos en los trenes de Madrid el 11 de mayo de 2004, terremotos que devastan pueblos enteros en América Latina o inundaciones que ahogan las ganas de vivir en Asia, la pandemia del Covid 19 o la actual invasión de Ucrania. Todos estos acontecimientos y los que cada uno puede recordar reflejan que la humanidad camina en la fragilidad. Vivimos una incesante inseguridad a nivel global que muchas veces se refleja a través de la agresión a la naturaleza y sus consecuencias, amenazas de epidemias y pandemias, la inestabilidad económica, la violencia legal de los estados y las distintas actividades terroristas. Es muy difícil no dejarse contagiar por la ansiedad masiva provocada por la enfermedad de ébola. ¡Hay días en que realmente uno no siente ganas de vivir! No cesan de llamar a nuestras puertas las frustraciones provocadas por las rupturas sentimentales, los conflictos de familiares o de amigos, las ilusiones que no se cumplen o las enfermedades que nos dejan tocados. El ajetreo del día a día y la conflictividad existencial nos recuerdan que la vida es dura en el sentido de su carácter intrínsecamente vulnerable. Sería ilógico negar que caminamos en la fragilidad.
Hay quienes no soportan la crudeza de la realidad y buscan refugio en los tranquilizantes y otros tipos de sustancias que disminuyen la alerta consciente ante la realidad. Si no se trata de un capricho, habría que ser compasivo con ellos. Los enfermos con mucho dolor sienten alivio con una dosis de morfina; los trabajadores necesitan un momento de ocio para desconectar; los tristes se relajan compartiendo un vaso de vino con sus amigos. Todos tenemos derecho a un momento de placidez. Pero la tragedia comienza cuando uno se hace consciente de que el alivio no lo es todo, que el ocio no es el objetivo, que la compañía es temporal. Entonces mira en frente con serenidad y cabeza bien alta. Orgulloso de su vida, espera la hora de la verdad, el último trago de la vida.

Los seres vivos pueden morir, y de hecho mueren

Podemos asumir la vida que nos ha tocado y vivirlas sin más protesta que una simple resignación como hace Sísifo, o podemos vivir la misma en una eterna agonía de quejas e insatisfacción profunda que continuamente molestan a nuestros compañeros de viaje. Optar por uno o por otro estilo de vida es una cuestión personal de consecuencias que deberían ser también personales. Si uno elige vivir apoyándose en algunas sustancias debe ser responsable de sus actos y no mirar de reojo a la sociedad que sigue luchando continuamente para no sucumbir a la tristeza vital. Oigo a compañeros afirmando que “todos tenemos problemas” y que debemos ser conscientes de ello para no considerarnos especialmente visitados por una supuesta maldición personal: “¿por qué a mí y no a otros?”, suelen preguntarse algunos. No me parece grave un desahogo en este sentido. Pero no hay que olvidar que todos tenemos nuestros quehaceres, nuestras ilusiones, nuestras frustraciones, nuestro dolor, nuestros miedos y nuestras batallas cotidianas que van consumiendo nuestras energías vitales. Recordemos que los seres vivos pueden morir, y de hecho mueren. Cuando se agoten nuestros recursos energéticos, tendremos que ser capaces de entregar nuestras armas y proclamar serenamente que “hasta aquí hemos llegado”.

No podemos vivir ignorando que un día moriremos

Somos seres finitos en un tiempo limitado. Obviar este principio puede conducirnos a equívocos de consecuencias inimaginables. No podemos vivir ignorando que un día moriremos. No tenemos posibilidad de participar en nuestro nacimiento, pero podemos preparar conscientemente la carretera que nos lleva al final de nuestros días. Al fin y al cabo, la muerte es un proceso: vivir y morir van de la mano desde que nos hacemos conscientes de nuestra realidad existencial. De hecho lo que nos motiva para vivir puede motivarnos también para morir: “lo que llamamos una razón para vivir es al mismo tiempo una excelente razón para morir”. Esta idea la solemos expresar popularmente diciendo que moriríamos por nuestros seres queridos. En el Antiguo Testamento, los profetas sacrificaban sus vidas en pro de su pueblo. Para los cristianos, Jesús murió para que otros vivieran mejor. El lector habrá notado la diferencia entre matar o matarse para matar con la esperanza de que otros vivan mejor (por ejemplo en el caso de los kamikazes o de los terroristas suicidas), y morir voluntariamente para que otros vivan mejor como en el caso de Jesús o de algunos mártires cristianos. En la España del siglo XIII había cristianos que cambiaban sus vidas por la de los cautivos que se encontraban muy vulnerables tanto al nivel biológico como al nivel espiritual en manos de los musulmanes árabes. Conocemos casos de secuestros en los que el negociador se intercambia por rehenes con la intención de salvarlos. Hay muchas personas que conscientemente ponen sus vidas al borde de la muerte (y a veces mueren) para salvar la vida de los demás. Quienes viven o mueren para que otros vivan mejor es porque paradójicamente tienen razones sólidas tanto para vivir como para morir.